Gaspar Melchor de Jovellanos
1744-1811
"Privado de papel, pluma, lápiz, tintero u otra cosa
con que pudiera escribir". Así tenía que transcurrir el encierro de Gaspar
Melchor de Jovellanos en el castillo de Bellver. Pero lo cierto es que los seis
años que pasó en la fortaleza fructificaron en varias obras. Entre ellas, una
minuciosa descripción de la zona que incluía animales y plantas. Una faceta
naturalista que ya en la Cartuja de Valldemosa le había llevado a escribir una
flora medicinal hoy perdida.
Nació en Gijón en enero de 1744. Un ilustrado de ideas
renovadoras que se instaló en Madrid a finales de la década de los 70. La
reforma educativa, la desamortización de tierras y la nueva ley agraria fueron
algunos de sus frentes. Pero el estallido de la Revolución francesa en 1789, el
miedo español al contagio y la llegada al trono de Carlos IV, acabaron por
apartar de la vida pública a los pensadores más avanzados. Entre ellos,
Jovellanos.
Consiguió ser ministro de Gracia y Justicia nombrado por
Godoy en 1797, pero apenas se mantuvo un año en el cargo. Las intrigas de la
Corte, los enemigos políticos y otras tantas acusaciones conllevaron no sólo su
destitución, sino también su detención. En marzo de 1801 era un prisionero del
Estado obligado a trasladarse a Mallorca.
En abril llegaba a la Cartuja de Valldemossa. Las órdenes
eran impedirle cualquier comunicación con el exterior. Y allí, recluido en su
celda, Jovellanos acabó por caer enfermo. Los cartujos se encargaron entonces
de atenderle. El prior, incluso, pidió a la Corte que le rebajaran el castigo.
Y, sin esperar respuesta, proporcionó al prisionero libros y papel para
escribir además de permitirle paseos por los alrededores.
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Castillo de Bellver |
Para distraerse, Jovellanos comenzó a estudiar botánica.
Aprendizaje para el que contaba con la ayuda del boticario del monasterio, y
que fructificó en el Tratado de botánica mallorquina o Flora medicinal de
Valldemossa. Obra hoy desaparecida.
El asturiano también supo recompensar a los monjes y, con el
sueldo estatal que mantenía, financió parte de las obras de la nueva iglesia y
compró libros para la biblioteca. Pero nada sirvió. Cuando el rey descubrió que
pese a sus instrucciones, su preso no estaba incomunicado, ordenó su traslado
al castillo de Bellver. La mudanza llegó en mayo de 1802 con el ilustrado
escoltado por el ejército entre el dolor de los valldemossins.
Las condiciones empeoraron en Bellver. Ni papel, ni pluma,
ni lápiz. A su alcance no había nada con lo que pudiera escribir. La falta de
luz y ejercicio físico volvieron a hacerle enfermar. De nuevo, el castigo se
fue ablandando hasta que en 1805 –eso sí, tres años después de su llegada–,
comenzó a dar paseos por el bosque de Bellver.
El contacto con la naturaleza le hizo resucitar aquella vena
naturalista de Valldemossa. Y su Memoria del Castillo de Bellver, descripción
histórico-artística iba llenándose de apuntes de geografía, flora y fauna.
Aquella suerte de diario retrataba la decadencia de la zona. "No ha mucho
tiempo que la adornaba un bosque espesísimo de pinaretes que en la mayor parte
ha desaparecido a mi vista", escribía.
Contaba algarrobos, acebuches, lentiscos, dos higueras
creciendo al revés entre los sillares... Pero muchos menos que a su llegada.
"Va para cuatro años que oigo todos los días y casi a todas horas los
golpes de hacha desoladora resonar por las alturas, laderas y hondonadas del
bosque", relataba. Criticó la poda indiscriminada, su "torpeza"
y que los despojos de ésta se contaran "entre los derechos del gobernador
del castillo".
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Bosque de Bellver | absolutbaleares.com |
Entre las plantas enumeró la genista, el gamón, el tomillo,
el junco o la achicoria. Especies con las que, al parecer, habría iniciado un
herbario que según algunos autores regaló a un médico amigo tras ser liberado.
Según otros, le fue arrebatado por sus mismos carceleros.
La progresiva pobreza del bosque llegaba también a su fauna.
"No ha mucho tiempo que se criaba en él toda especie de caza menor",
repetía. Conejos, liebres, perdices. Todos desaparecidos. Seguían, sin embargo,
las cabras "que asuelan [sic] con su diente venenoso hasta las plantas que
las protegen" y los puercos "con su hocico minador".
Las aves parecían la última esperanza de la fortaleza.
Jovellanos enumeraba gorriones, pinzones, vencejo que también iban a menos. No
como las aves de rapiña que habitaban entre las grietas de las torres.
Destacaba el búho y la lechuza. El foso del castillo era un vergel de ratas e
insectos. Pero aún más, aseguraba, el interior de la propia fortaleza.
Describió un escarabajo y una mariposa "fosfórica" que se le
antojaban nuevos para la ciencia. Ponerles nombre quedaba en manos de Ceán
Bermúdez, historiador del arte y supuesto destinatario del estudio.
Baleópolis nº196 02-04-2013
Fuentes
DE JOVELLANOS, Gaspar Melchor. Memorias histórico-artísticas de arquitectura
http://goo.gl/yBf0pQ
SANTOS BERMEJO, Lucía. Jovellanos: la prisión en el castillo de Bellver
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